La historia de la Alameda comenzó, según
una leyenda no documentada, en 585 cuando Hermenegildo hijo del rey Leovigildo en 584 se convirtió al
catolicismo y decidió autoproclamarse rey en la ciudad, sublevándose contra su
padre.
Leovigildo hizo cambiar el curso del
Guadalquivir, cortando el paso de agua al brazo menor del río que circulaba por
la actual Alameda de Hércules con el objetivo de obstaculizar su paso para
provocar la sequía a los habitantes de la ciudad. Como resultado, el agua quedó
estancada junto a las primitivas murallas de origen romano. Esta laguna, quedó en intramuros al ampliarse
la muralla en la época almorávide (s.
XI).
En 1574 el conde de Barajas drenó con acequias los terrenos donde
se iba a construir la alameda, los cuales frecuentemente estaban inundados con
las aguas que allí se acumulaban de los asiduos desbordamientos del río, los
remanentes de las fuentes públicas y las aguas residuales de escorrentía. El conde
mandó adornar la zona con estatuas y fuentes, y lo pobló con hileras de árboles
y nombró a un alguacil que lo vigilara.
En uno de sus
extremos se colocaron en 1574 dos columnas procedentes
de un templo romano,
muestra de una incuestionable admiración por los restos arqueológicos romanos
procedentes de un edificio todavía conservado en la calle Mármoles y del que
aún existen otras tres columnas en la citada calle. Sobre las mismas se
colocaron dos esculturas
realizadas por Diego de
Pesquera, de Hércules (fundador mítico de la ciudad) y Julio César (restaurador de Híspalis). El primero
era una copia del Hércules Farnesio, de tamaño monumental próximo
al real de la copia romana procedente de las Termas de Caracalla. Esta copia, de 1574, es la
primera en mármol de gran tamaño realizada en Europa del héroe tebano.
Las Columnas de Hércules fueron
un elemento legendario de origen mitológico, situado en el estrecho de Gibraltar y señalaba el límite del mundo
conocido, la última frontera para los antiguos navegantes del Mediterráneo. Los griegos conocían bien el Mediterráneo, aunque
dadas las considerables distancias, sus conocimientos sobre lo que se extendía
en el océano Atlántico era más limitado, dando lugar así a
leyendas y temores. Bajo el lema «Non Terrae Plus Ultra» los romanos asignaban el confín del continente,
que si bien se asoció a Finisterre, también simbolizaba el
estrecho de Gibraltar.
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