lunes, 15 de septiembre de 2014

Alameda de Hércules

La historia de la Alameda comenzó, según una leyenda no documentada, en 585 cuando Hermenegildo hijo del rey Leovigildo en 584 se convirtió al catolicismo y decidió autoproclamarse rey en la ciudad, sublevándose contra su padre.
Leovigildo hizo cambiar el curso del Guadalquivir, cortando el paso de agua al brazo menor del río que circulaba por la actual Alameda de Hércules con el objetivo de obstaculizar su paso para provocar la sequía a los habitantes de la ciudad. Como resultado, el agua quedó estancada junto a las primitivas murallas de origen romano.  Esta laguna, quedó en intramuros al ampliarse la muralla en  la época almorávide (s. XI).
En 1574 el conde de Barajas drenó con acequias los terrenos donde se iba a construir la alameda, los cuales frecuentemente estaban inundados con las aguas que allí se acumulaban de los asiduos desbordamientos del río, los remanentes de las fuentes públicas y las aguas residuales de escorrentía. El conde mandó adornar la zona con estatuas y fuentes, y lo pobló con hileras de árboles y nombró a un alguacil que lo vigilara.

En uno de sus extremos se colocaron en 1574 dos columnas procedentes de un templo romano, muestra de una incuestionable admiración por los restos arqueológicos romanos procedentes de un edificio todavía conservado en la calle Mármoles y del que aún existen otras tres columnas en la citada calle. Sobre las mismas se colocaron dos esculturas realizadas por Diego de Pesquera, de Hércules (fundador mítico de la ciudad) y Julio César (restaurador de Híspalis). El primero era una copia del Hércules Farnesio, de tamaño monumental próximo al real de la copia romana procedente de las Termas de Caracalla. Esta copia, de 1574, es la primera en mármol de gran tamaño realizada en Europa del héroe tebano.


Las Columnas de Hércules fueron un elemento legendario de origen mitológico, situado en el estrecho de Gibraltar y señalaba el límite del mundo conocido, la última frontera para los antiguos navegantes del Mediterráneo. Los griegos conocían bien el Mediterráneo, aunque dadas las considerables distancias, sus conocimientos sobre lo que se extendía en el océano Atlántico era más limitado, dando lugar así a leyendas y temores. Bajo el lema «Non Terrae Plus Ultra» los romanos asignaban el confín del continente, que si bien se asoció a Finisterre, también simbolizaba el estrecho de Gibraltar.


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